viernes, 10 de abril de 2015

Aprovechar las oportunidades

Me considero una persona extremadamente bocazas. No es que no pueda guardar un secreto, eso no es problema, pero mientras que delante de desconocidos tiendo a ser callado y reservado, cuando cojo confianza con alguien no puedo evitar irme de la lengua. Y cojo confianza con la gente MUY rápido. Esto no sería un problema, si no fuera porque la mayoría de la gente no espera de un casi desconocido que sea tan abierto. Como en todo, hay gente que se lo toma mejor y gente que se lo toma peor, pero no suelo dejar a nadie indiferente en este sentido.

Sin embargo, la otra cara de la moneda es que, cuando no llego a coger confianza con alguien, ya sea porque es alguien con quien paso poco tiempo o porque es alguien que me intimida de alguna manera, tiendo a callarme lo que pienso. Y esto, cuando realmente hay algo que decir, es un autentico problema para mí. No puedo ni contar las veces que me he quedado con las ganas de decirle a alguien algo importante, algo que podría, tal vez, haber influido positivamente sobre la otra persona, o simplemente algo a lo que luego no dejo de darle vueltas, y de arrepentirme de no haber dicho.

Esto es solo un ejemplo,probablemente el mas relevante para mi, de lo que representan las oportunidades perdidas. En mi experiencia, las oportunidades sólo se presentan una vez, y cualquier esperanza de repetición de una oportunidad perdida es una quimera, o en el caso de llegar realmente a producirse, un autentico milagro. Desde el momento en el que me di cuenta de lo importante que resulta aprovechar las oportunidades, he hecho lo posible por no perder ni una. Esto, en ocasiones, me lleva al escenario que relataba antes, en el cual aparezco como alguien extravagante, o socialmente raro. Sin embargo, la mayoría de las veces con lo que me encuentro es con una situación favorable a mi, o con una persona agradecida por haberle dicho sin tapujos lo que pienso.


Aunque en esta entrada me he centrado en la importancia de decir lo que se piensa, es indudable que en mi vida he pasado por montones de oportunidades para hacer o decir cosas que no he aprovechado. A veces no me doy cuenta, pero las veces que si lo hago no puedo evitar pensar más tarde en lo que podría haber pasado si hubiera aprovechado esa oportunidad, ya que, salvo contadas excepciones, tengo claro que la inmensa mayoría de oportunidades me brindan una posibilidad de ser feliz, o incluso de hacer feliz a otra persona.


martes, 25 de noviembre de 2014

Cantar

Todos lo hemos hecho alguna vez. Ya sea cuando estamos solos, mientras nos duchamos, en un karaoke o cuando nos emocionamos demasiado tarareando, en algún momento todos hemos roto a cantar en voz alta. Y es glorioso.

Los entendidos dicen que la voz humana es uno de los instrumentos musicales más complejos que existen, y no lo dicen por decir: es increíble lo que una persona bien dotada, ya sea por años de práctica o gracias a un talento natural, puede llegar a hacer con su voz. Si nos ponemos a recordar, todos tenemos alguna canción o pieza musical cuyo cantante nos ha hecho emocionarnos únicamente con el sonido de su voz. Puede ser un tema de una película, una canción que escuchamos de pequeños, un aria de una ópera, o un amigo o amiga que nos ha regalado los oídos en un momento especial; puede que fuera en español, en inglés o en japonés, y puede que ni siquiera entendamos la letra; puede que sea una canción casi desconocida o un tema archiconocido pero que a nadie le afecta o entusiasma tanto como a ti.


Es difícil describir el por qué cantar nos hace sentir tan bien. Probablemente sea incluso un motivo distinto para cada persona: puede que nos haga sentirnos liberados, o que nos recuerde momentos mejores, o que nos haga vivir una aventura que no tendríamos de otra manera, como si de un libro se tratase. Para mí es una mezcla de todo esto, y aún más cosas. Hay canciones que he cantado en momentos de gran abatimiento o desesperación, y que me han levantado el ánimo, ya sea porque me hablaban de situaciones más alegres o porque describían perfectamente la situación por la que estaba pasando y me hacían no sentirme solo. Otras veces me he encontrado con canciones que me entusiasman porque describen una realidad que no es la mía y de la que me gustaría participar. Y otras veces simplemente deseo proyectar todo lo que tengo y todo lo que soy en una dirección, y una canción en particular se presenta como el medio perfecto para transmitirlo.


Hace mucho que me apasionan lo que yo llamo "cantantes reales", aquellos que sin necesidad de efectos especiales, ni una grandiosa puesta en escena, ni a veces emplear mi mismo idioma, son capaces de emocionar con el mero sonido de su voz. Y hace poco que he redescubierto el placer de escuchar a estas personas, muy pocos en comparación con el gran plantel de "cantantes de televisión", que basan su trabajo y su vida en el delicioso y espectacular sonido de su voz. Muchos de los grandes, desgraciadamente, ya han pasado a la historia, pero sus voces perdurarán para siempre.


Yo mismo he decidido hace poco practicar de una forma algo más seria el arte del canto. Las veces que me he probado a mí mismo ante un micrófono no han sido del todo decepcionantes, y en algunos casos incluso ha habido otras personas que han compartido mi opinión. ¿Quién sabe? Puede que en el futuro haya algún momento en el que un grupo de personas deséen escucharme cantar. Y, aunque no sea así, os aseguro que, mientras mi voz me lo permita, pienso seguir emulando a mis cantantes favoritos en sus momentos de mayor emotividad, aunque símplemente sea porque cantar me hace sentirme bien.

martes, 1 de abril de 2014

Árboles y plantas

Viendo el fondo que he escogido para este blog, no resulta difícil imaginar que las plantas, árboles y demás vegetación verde son algo que me entusiasma. Puede que sea porque he pasado gran parte de mi vida viviendo frente a un descampado lleno de plantas y bordeado de árboles altísimos; o puede que sea porque me resulta totalmente increíble que una minúscula semilla pueda llegar a convertirse en una gigantesca secuoya; o puede que sea porque me crié viendo en televisión la serie de David el Gnomo. El caso es que, vaya a donde vaya, en cualquier ciudad de cualquier país, sé que si me voy a pasar varios meses allí necesitaré encontrar algún lugar en el que pueda pasear rodeado de árboles.


Y no se trata solo del tamaño que pueda alcanzar un árbol, ni de lo hermoso que pueda resultar cuando florece: los árboles son algo que puede disfrutarse de mil maneras. Puedes oler la fraganca de sus flores, tocar las diferentes y a menudo sorprendentes texturas de sus pétalos y hojas, tumbarte bajo uno y dormitar mientras sopla el viento en una tarde de verano. Puedes correr entre ellos con tu amante, o buscar insectos en sus ramas. Puedes trepar a ellos, hablar con ellos, confiarles tus secretos, y hasta abrazarlos. Cuando eres consciente de que un árbol está vivo, a veces te sorprenderás acercando tu cabeza a uno, intentando escuchar los latidos de su corazón.


Cualquiera que me conozca sabrá que no soy una persona capaz de apreciar la belleza desde un punto de vista tradicional. Cuando alguien ve algo hermoso por la calle, a mí me suele pasar desapercibido, mientras que muchas veces me quedo embobado mirando algo a lo que nadie más dedicaría una segunda mirada. Soy una persona sencilla, y me llaman la atención cosas como las formas redondeadas y los colores vivos, por lo que cosas como un simple macizo de flores son capaces de mantener mi atención durante largos minutos, mientras miro cada pétalo de cada flor, y me asombro ante lo parecidos y a la vez diferentes que son entre ellos.


No soy capaz de concebir mi vida sin verde a mi alrededor, y cuando camino entre árboles y plantas me siento feliz. Da igual si es un bosque de pinos o un macizo de tréboles y vinagretas, no hay lugar en el mundo donde me guste más estar que tumbado en la hierba rodeado de verde.


lunes, 24 de febrero de 2014

Los perros

Cuando era pequeño, me daban miedo los perros. Uno de los primeros recuerdos que tengo relacionado con perros fue una noche que, yendo con mi padre a recoger a mi madre del trabajo, un perro se puso a ladrarme y me asustó una barbaridad. No recuerdo la edad que tendría, pero rondaría los 5 ó 6 años. Os podéis imaginar que, cuando al cabo de un tiempo, mi padre planteó comprar un perro, no lo vi con muy buenos ojos, pero me consiguió convencer diciéndome que iba a ser de una raza muy mansa, que no mordería a nadie ni aunque le pisaran el rabo.

Cuando vino el perro, prácticamente nos hicimos hermanos.


Todo el tiempo que estaba en casa, o estaba leyendo o estaba jugando con mi perro. Vivía dentro de nuestra misma casa, así que en invierno jugábamos en la cocina y en verano nos quedábamos tirados en la alfombra de la única habitación con aire acondicionado. Cada vez que lo bañaba, salía a jugar con él al sol para que se secara. Básicamente, crecimos juntos.

 
No voy a contar toda mi historia con mis perros, porque algunas de ellas son bastante tristes, pero baste decir que he estado conviviendo con perros toda mi vida. Debo admitir que nunca me he molestado en educarlos adecuadamente, salvo algunos intentos cuando era pequeño que, lógicamente, no tuvieron mucho éxito: no hay muchos perros que sean capaces de ver una figura de autoridad en un niño de 10 años, ni muchas personas que vean una figura de autoridad en mí, ni siquiera 20 años después. Siempre he convivido con mis perros de igual a igual, tratándolos como hermanos pequeños, y siempre me han respondido en los mismos términos.


Desgraciadamente, cuando uno crece y se marcha de su casa, no todo sale como uno quiere que salga. Vivo solo, y estoy fuera de casa un mínimo de 10 horas al día, por lo que ya no me puedo permitir tener un perro. Pero eso propicia dos cosas: la primera, cada vez que vuelvo a casa de mi madre me paso todo el rato que puedo jugueteando con nuestro perro; y la segunda, cada vez que veo un perro por la calle me agacho a acariciarlo. Es automático: si veo un perro, se me van los ojos y se me escapa una sonrisa. Da igual que sea grande, pequeño, peludo, pelado, cojo, rabicorto o desorejado: si tiene cuatro patas y hocico, me gusta. Porque son animales encantadores, ridículamente fieles y deliciosamente cariñosos. Y porque me hacen feliz.


PS: Quiero uno de estos perros. El que sea.


jueves, 13 de febrero de 2014

El Go

Me confieso: soy un apasionado de los juegos. De los de todo tipo: videojuegos, de tablero, de cartas, al aire libre, acertijos... básicamente, cualquier actividad que requiera pensar me motiva, y muchos juegos tienen como base un enfrentamiento mental, ya sea entre dos personas o de una sola contra sí misma. He jugado a muchos juegos de mesa, incluso a algunos diseñados por algún amigo mío, pero ningún juego ha sido capaz de capturarme tan profundamente como un viejo juego oriental de tablero con miles de años de antigüedad, jugado con piedras blancas y negras puestas sobre una simple cuadrícula.


El Go, como se conoce a este juego en Japón, enfrenta a dos personas que se van turnando colocando piedras sobre un tablero de madera. El objetivo es rodear tanto territorio vacío con piedras de tu color como sea posible, y las reglas son tan sencillas que se pueden explicar en menos de 10 minutos, pero la profundidad de su estrategia es tal que una vida entera dedicada a su estudio no es suficiente para dominarla. El hecho de que cada piedra jugada no pueda ser movida en ningún momento de la partida (salvo que sea capturada), junto con la casi total libertad del jugador para jugar en su turno en cualquiera de las 361 posiciones del tablero hacen que cada partida sea un universo en sí misma.


Asimismo, el Go es uno de los pocos juegos que, por su complejidad, aún no se ha conseguido enseñar a jugar bien a una máquina. En efecto, mientras que existen programas de ajedrez que pueden hacerselo pasar mal a un jugador bueno, cualquier jugador medio decente puede ser capaz, con algo de esfuerzo, de superar a las mejores inteligencias artificiales de Go que existen hoy en día.


A finales de los 90, el Go disfrutó un resurgimiento muy potente, gracias en parte al manga (y su adaptación al anime) que me lo dio a conocer a mí. Hikaru no Go es la historia de un chico que se hace amigo del fantasma de un antiguo maestro de Go, y a través de sus enseñanzas va aprendiendo a amar y apasionarse por este juego, hasta el punto de dedicar su vida a convertirse en un jugador profesional (una persona que se gana la vida jugando al Go). Hasta donde alcanza mi conocimiento, ni el manga ni el anime se ha publicado en España, pero gracias al excelente trabajo de Anime Underground cualquier español puede disfrutar de esta serie, la cual incluso está disponible en Youtube en su totalidad.



Podría hablar durante horas de este juego: sus reglas, sus peculiaridades, su estrategia, su historia, sus adaptaciones... pero creo que, al final, todo se reduce a que este juego me gusta, me apasiona tanto, que no solo me siento bien cuando lo juego. En ocasiones, el mero hecho de ver a gente alredor de un tablero cuadriculado con piedras blancas y negras sobre él me hace sentirme feliz.

domingo, 9 de febrero de 2014

¡Hola a todos!

Me presento: Me llamo Arreis, paso de poco la treintena, y me encanta ser feliz.

Tengo desde hace tiempo la convicción de que la felicidad no es algo que uno encuentre un buen día, por tener suerte, sino que está formada por montones y montones de pequeños momentos felices que nos vamos encontrando a lo largo de la vida. Hay malos momentos, claro, pero ése es parte del secreto: ser capaz de hacer que los buenos momentos pesen más que los malos.

Hace ya tiempo que tengo ganas de compartir esta forma de ver la vida con el resto del mundo, porque mucha, demasiada gente vive amargada, deprimida, persiguiendo cumplir ese único sueño que seguro que les hace felices para siempre. A través de las entradas que pretendo publicar quiero mostrar que no hacen falta grandes cosas para ser feliz, que la felicidad puede estar en cosas pequeñas, en momentos fugaces, en minúsculos puntos de luz que iluminan nuestras vidas. Puede que un solo punto no haga gran cosa, pero cuando, a lo largo de los años, se acumulan más y más, uno puede echar la vista atrás y decirse a sí mismo: "Sí, puedo decir que he sido feliz".

Y seamos sinceros, ¿qué puede haber más importante que eso?