lunes, 24 de febrero de 2014

Los perros

Cuando era pequeño, me daban miedo los perros. Uno de los primeros recuerdos que tengo relacionado con perros fue una noche que, yendo con mi padre a recoger a mi madre del trabajo, un perro se puso a ladrarme y me asustó una barbaridad. No recuerdo la edad que tendría, pero rondaría los 5 ó 6 años. Os podéis imaginar que, cuando al cabo de un tiempo, mi padre planteó comprar un perro, no lo vi con muy buenos ojos, pero me consiguió convencer diciéndome que iba a ser de una raza muy mansa, que no mordería a nadie ni aunque le pisaran el rabo.

Cuando vino el perro, prácticamente nos hicimos hermanos.


Todo el tiempo que estaba en casa, o estaba leyendo o estaba jugando con mi perro. Vivía dentro de nuestra misma casa, así que en invierno jugábamos en la cocina y en verano nos quedábamos tirados en la alfombra de la única habitación con aire acondicionado. Cada vez que lo bañaba, salía a jugar con él al sol para que se secara. Básicamente, crecimos juntos.

 
No voy a contar toda mi historia con mis perros, porque algunas de ellas son bastante tristes, pero baste decir que he estado conviviendo con perros toda mi vida. Debo admitir que nunca me he molestado en educarlos adecuadamente, salvo algunos intentos cuando era pequeño que, lógicamente, no tuvieron mucho éxito: no hay muchos perros que sean capaces de ver una figura de autoridad en un niño de 10 años, ni muchas personas que vean una figura de autoridad en mí, ni siquiera 20 años después. Siempre he convivido con mis perros de igual a igual, tratándolos como hermanos pequeños, y siempre me han respondido en los mismos términos.


Desgraciadamente, cuando uno crece y se marcha de su casa, no todo sale como uno quiere que salga. Vivo solo, y estoy fuera de casa un mínimo de 10 horas al día, por lo que ya no me puedo permitir tener un perro. Pero eso propicia dos cosas: la primera, cada vez que vuelvo a casa de mi madre me paso todo el rato que puedo jugueteando con nuestro perro; y la segunda, cada vez que veo un perro por la calle me agacho a acariciarlo. Es automático: si veo un perro, se me van los ojos y se me escapa una sonrisa. Da igual que sea grande, pequeño, peludo, pelado, cojo, rabicorto o desorejado: si tiene cuatro patas y hocico, me gusta. Porque son animales encantadores, ridículamente fieles y deliciosamente cariñosos. Y porque me hacen feliz.


PS: Quiero uno de estos perros. El que sea.


jueves, 13 de febrero de 2014

El Go

Me confieso: soy un apasionado de los juegos. De los de todo tipo: videojuegos, de tablero, de cartas, al aire libre, acertijos... básicamente, cualquier actividad que requiera pensar me motiva, y muchos juegos tienen como base un enfrentamiento mental, ya sea entre dos personas o de una sola contra sí misma. He jugado a muchos juegos de mesa, incluso a algunos diseñados por algún amigo mío, pero ningún juego ha sido capaz de capturarme tan profundamente como un viejo juego oriental de tablero con miles de años de antigüedad, jugado con piedras blancas y negras puestas sobre una simple cuadrícula.


El Go, como se conoce a este juego en Japón, enfrenta a dos personas que se van turnando colocando piedras sobre un tablero de madera. El objetivo es rodear tanto territorio vacío con piedras de tu color como sea posible, y las reglas son tan sencillas que se pueden explicar en menos de 10 minutos, pero la profundidad de su estrategia es tal que una vida entera dedicada a su estudio no es suficiente para dominarla. El hecho de que cada piedra jugada no pueda ser movida en ningún momento de la partida (salvo que sea capturada), junto con la casi total libertad del jugador para jugar en su turno en cualquiera de las 361 posiciones del tablero hacen que cada partida sea un universo en sí misma.


Asimismo, el Go es uno de los pocos juegos que, por su complejidad, aún no se ha conseguido enseñar a jugar bien a una máquina. En efecto, mientras que existen programas de ajedrez que pueden hacerselo pasar mal a un jugador bueno, cualquier jugador medio decente puede ser capaz, con algo de esfuerzo, de superar a las mejores inteligencias artificiales de Go que existen hoy en día.


A finales de los 90, el Go disfrutó un resurgimiento muy potente, gracias en parte al manga (y su adaptación al anime) que me lo dio a conocer a mí. Hikaru no Go es la historia de un chico que se hace amigo del fantasma de un antiguo maestro de Go, y a través de sus enseñanzas va aprendiendo a amar y apasionarse por este juego, hasta el punto de dedicar su vida a convertirse en un jugador profesional (una persona que se gana la vida jugando al Go). Hasta donde alcanza mi conocimiento, ni el manga ni el anime se ha publicado en España, pero gracias al excelente trabajo de Anime Underground cualquier español puede disfrutar de esta serie, la cual incluso está disponible en Youtube en su totalidad.



Podría hablar durante horas de este juego: sus reglas, sus peculiaridades, su estrategia, su historia, sus adaptaciones... pero creo que, al final, todo se reduce a que este juego me gusta, me apasiona tanto, que no solo me siento bien cuando lo juego. En ocasiones, el mero hecho de ver a gente alredor de un tablero cuadriculado con piedras blancas y negras sobre él me hace sentirme feliz.

domingo, 9 de febrero de 2014

¡Hola a todos!

Me presento: Me llamo Arreis, paso de poco la treintena, y me encanta ser feliz.

Tengo desde hace tiempo la convicción de que la felicidad no es algo que uno encuentre un buen día, por tener suerte, sino que está formada por montones y montones de pequeños momentos felices que nos vamos encontrando a lo largo de la vida. Hay malos momentos, claro, pero ése es parte del secreto: ser capaz de hacer que los buenos momentos pesen más que los malos.

Hace ya tiempo que tengo ganas de compartir esta forma de ver la vida con el resto del mundo, porque mucha, demasiada gente vive amargada, deprimida, persiguiendo cumplir ese único sueño que seguro que les hace felices para siempre. A través de las entradas que pretendo publicar quiero mostrar que no hacen falta grandes cosas para ser feliz, que la felicidad puede estar en cosas pequeñas, en momentos fugaces, en minúsculos puntos de luz que iluminan nuestras vidas. Puede que un solo punto no haga gran cosa, pero cuando, a lo largo de los años, se acumulan más y más, uno puede echar la vista atrás y decirse a sí mismo: "Sí, puedo decir que he sido feliz".

Y seamos sinceros, ¿qué puede haber más importante que eso?